27 de abril de 2009

¿Y Juana era "muy amiga" de Alfonsina?

Esta nota, publicada por "Juana de América" en las columnas del Suplemento Dominical de EL DÍA y posteriormente en su libro "Mis amados recuerdos", nos aclara definitivamente el verdadero carácter de su relación con Alfonsina -y también con Gabriela-, desde el punto de vista más autorizado: el suyo propio.
(C.A.)

























Mis amados recuerdos
Gabriela y Alfonsina

Juana de Ibarbourou




Gabriela Mistral
Por dos veces estuvo en nuestra capital, Gabriela, la insigne andariega que tenía por entonces como secretaria a Connie Saleva, una dulce puertorriqueña. Era ardiente la expectativa de este pueblo uruguayo, que alguien tachó hace poco de inconscientemente excesivo en sus manifestaciones afectivas. Pero conocemos bien la fábula de la zorra y las uvas verdes. Se llenó el SODRE en la primera disertación de Gabriela sobre sus poetas chilenos vivos y muertos. Alta, Maciza, con una hermosa voz monótona y grave, aparecía aplomada y un poco distante del público que deliraba por ella pero en torno suyo quedó el suelo cubierto de largos pelos de la piel de mono que formaba el cuello de su inconmensurable, inverosímil tapado de paño negro, lo que tal vez acusara una nerviosidad que sólo fue perceptible en ese detalle. A Gabriela había que verla en la intimidad para encontrarle su belleza y conocerle el carácter. Tendría entonces los primeros años de su recia cuarentena. Los ojos claros y hermosos, la tez bronceada y áspera, los dientes deslumbrantes, la figura de campesina. De pronto hablaba interminablemente de cosas, de gente conocida suya, de persecuciones, hechicerías y fantasmas. De pronto, por largos ratos callaba obstinada, sumergida en recuerdos o meditaciones difíciles de adivinar. Poseía un buen gusto evidente y una crítica sonreída e irónica, certera como un pistoletazo. Nunca le vi caer en el pecado de vanidad, torpeza o autoalabanza. Quisiera alcanzar para este enfoque la gracia y atracción de su palabra, su acierto de juicio, su pasión para tratar lo que amaba. Gabriela conocía la magia del suspenso y se le escuchaba apasionadamente. Germán Arciniegas dice en su libro “América mágica” que en sus últimos años había perdido esa facultad de encanto y que resultaba casi insufrible su largo divagar, su manía de enemistades y evocaciones interminables y entreveradas, hasta el punto que la esposa de Arciniegas, que la quería mucho, después de horas y horas de soportar el monólogo dramático de Gabriela le dijo una noche: “No me la traigas más a casa”. “Me hace daño escucharla”.
Es que ya estaba muy enferma, cubierta de gloria pero también de sufrimiento, desarraigada luchando con mil cosas que no se ven desde afuera, la muerte de cuantos había amado, y dos suicidios pesando sobre su alma y sus recuerdos. Pobre, pobre Gabriela la de los grandes homenajes y la admiración general pero sin un rosal suyo, sin un cariño fuerte de esos que dan la sangre común, la familia que se trae con uno al nacer.
¿Para qué hablar de su obra terna? Hoy sólo quiero recordarla como aquel día de plenitud en que almorzó en mi casa con Connie y un grupo de gente uruguaya que la quería y acataba. Mi madre presidió la mesa, Gabriela parecía aún entera, pero ya estaba herida y vagabunda. Nunca habría de gustar el fruto del árbol que plantara, ni gozar de las flores de su jardín que cuidaba con tanto esmero. En su casa de California, la de su mayor tiempo de arraigo, cultivó árboles a los cuales les dio su parentesco en elección tierna, graciosa e irónica a la vez: a un ciprés (dato de Dora Isella Russell en el Suplemento Literario de El Día, 18 de mayo de 1962) le llamaba “mi marido”; a una acacia “mi madre”; a un grupo de coníferos, “mis hermanos”; a otro, de cactus, “mis amigos”. ¡Pobre, anecdótica, incomprendida en su pozo de amor sin correspondencia, grande, alucinada, continental, gloriosa Gabriela! ¿Qué fiel familia de plantas silvestres le habrá nacido ahora alrededor de la tumba en el feraz y silencioso Valle del Elqui , en su Chile de sus constantes batallas y cariños? Prefiero recordarla como en aquel apacible día de mi casa, en que todos la vimos tranquila y risueña, tal vez, por unas pocas horas, feliz.

Alfonsina Storni
Entre Alfonsina y yo no hubo nunca esa aproximación profunda que llega a ser una amistad del alma. Cuando la conocí, ella era ya desdichada, amarga y mordaz bajo su constante sonrisa y su buena salud rosada. Yo era aún muy feliz y casi inocente hasta la candidez más indefensa. Sus bromas, su ágil pensamiento, su fondo de mujer conocedora y desengañada de las gentes, me desconcertaban. No estaba entrenada en la esgrima de la palabra ágil y cáustica y creo que ella se alejó de mí con la seguridad de que era una muchacha sin ningún interés espiritual, demasiado amparada por una familia que me adoraba y que el verso no era en mí más que uno de esos caprichos misteriosos de la suerte, que suele convertir en instrumento de inesperadas resonancias a una caja de madera común, sin el afinamiento de una selección que justifique su eco musical. “Sintiendo” ese juicio que creo no fue totalmente reservado, me escondí en mí misma como el caracol dentro de su casa inexpugnable. Y ya nuestros corazones no se encontraron jamás. Muchas veces volvió a visitarme pero siempre en medio de su cortejo de admiradores uruguayos, parlanchina, chispeante, sin un mensaje para mí en su mirada azul. Por contraste yo me volvía más extática y silenciosa. Ninguna de las dos nos adivinamos. Pero esto no fue nunca un obstáculo para que yo sintiese por su poesía una admiración sin reservas y una expectativa sin hiel. Hubiera deseado poseer su vigor y su sabiduría, sin darme cuenta de que para ello había tenido que entregar al mundo todo lo que constituía mi preciosa felicidad. La desventura la alejó de cuanto era entonces mi apacible universo. Era imposible que coincidiéramos en algo. Sin embargo, voz de millones de mujeres desoladas, me había conmovido. Pero no lo hice temiendo una de sus frases burlonas, pirueta dramática que no era, hoy lo entiendo, más que un disfraz de la emoción que le avergonzaba mostrar. No voy a comentar ahora, a modo de compensación tardía, la obra de Alfonsina, copiosa y de una belleza e interés humano que tiene hace ya mucho el acatamiento que merece. Sí, diré, la angustia que muchas veces me ha producido ese “j’acusse” de su verso mordiente, de su poema que gritará a hombres y mujeres indiferentes, la desolación de su alma, el dolor de su vida acidulada por tantas incomprensiones cuando su inmenso talento sobrepasaba muy por encima, la inteligencia de sus oscuros y circunstanciales críticos o detractores. Ahora ella está en la zona de la justicia verdadera y su nombre se encumbra día a día más, en el gran cielo de la poesía castellana.
La vi, por última vez en la Universidad de Montevideo, cuando en los cursos de vacaciones del año 1938, Eduardo de Salterain Herrera, entonces Director de Enseñanza Secundaria, reunió en un acto que se ha clasificado de clásico, de memorable, a las que entonces se llamaba ¡oh, dioses!, “las tres Musas de América”. Fuimos a hacer ante un público que era muchedumbre, la confidencia del advenimiento del verso a través de nuestra sensibilidad. Cada una se desempeñó como pudo en esa emergencia tan difícil. La recuerdo a Alfonsina, “chatilla y fea” como dijera de sí ella misma, muy roja de sol uruguayo y de los salinos vientos de la costa de Colonia, de donde vino expresamente para ese acto. Como siempre, reía y conversaba con su temible agudeza. Sin embargo, había escrito imperecederamente:


Yo soy la mujer triste
A quien Caronte ya mostró su remo.


Y en verdad estaba herida de muerte. Todo en la vida “se le había dado a medias”, y ya sabía también “que el arte de morir es cosa dura; se ensaya mucho y se aprende bien”.
¡Ah si fuera posible adivinar el drama y el sufrimiento a través de la frente sellada de la criatura humana, con qué oportuna bondad le ayudaríamos a sobrellevarlos! Alfonsina fue voluntariamente al encuentro de la muerte, muy poco después. Queda, de aquel día de Montevideo, una fotografía en que estamos las tres: Gabriela, Alfonsina y yo, con la sonrisa que exige siempre el fotógrafo y que al fin nadie tiene el valor de negarle. Ahora “se ha ido” también Gabriela, y quedo yo, no sé por cuanto tiempo, con dos muertas ilustres suspendidas virtualmente del cuello, porque la crítica y el público lector de América nos ha soldado en un tríptico indisoluble. ¡Estremecedora y gloriosa compañía!
Con todo mi corazón les doy a las dos las rosas que aún puedo recoger en la vida. Y a Alfonsina especialmente, la menos afortunada tal vez como mujer, un sentimiento de hermandad que la compense del frío que debió acongojarla tanto tras su mueca de cristal roto y helado.
Juana de Ibarbourou

Suplemento dominical de “El Día” Nº 1837 – Montevideo, 11 de agosto de 1968. (De nuestra colección particular).


¡¡Y finalmente...!!


A modo de colofón de este capítulo, creemos que queda claro que ni Alfonsina "vivió" en Colonia del Sacramento, ni se reunieron las tres "Musas de América" en esa ciudad, ni fueron "muy amigas" entre sí (LQQD)[1].
Creemos que si un Guía decide mencionar este tema durante un recorrido por Colonia, por el Prado o por otro lugar pertinente, podría decir -en menos de dos minutos, y sin entrar en el asunto de la amistad entre ellas- más o menos ésto:
Alfonsina Storni, considerada la poetisa más importante de Argentina, pasaba pasaba largas temporadas en la casa de su amiga alemana Sofía Kusrow, en el Real de San Carlos, y le dedicó una poesía a Colonia del Sacramento: “La Colonia a medianoche”. Allí recibió en 1938 -pocos meses antes de su suicidio- la invitación para participar dictando una conferencia en los "Cursos internacionales de verano" de la Universidad de Montevideo, junto a la chilena Gabriela Mistral y a nuestra Juana de Ibarbourou. Esta fue la única ocasión en que "Las tres Musas de América", como se las llamó, estuvieron juntas. Alfonsina, llena de entusiasmo, escribió su conferencia sobre una valija que puso sobre sus rodillas mientras viajaba apresuradamente desde Colonia a Montevideo, y por ese motivo la llamó "Entre un par de maletas a medio abrir y las manecillas del reloj". Un dato curioso y poco divulgado es que Alfonsina mantuvo una importante relación amorosa con nuestro Horacio Quiroga, y casualmente -o no tanto- se suicidó poco tiempo después que éste, ambos frente a un diagnóstico de cáncer terminal. Colonia tiene una calle llamada "Alfonsina Storni".
Y aquí damos por terminado este tema[2]. Buen provecho, y hasta la próxima entrega.


[1] LQQD es una expresión muy utilizada por los matemáticos al fin de la demostración de un teorema. Significa "Lo Que Queríamos Demostrar" o "Lo Que Queda Demostrado". (Nota de C.A.)
[2] Aunque más adelante volveremos sobre Juana de Ibarbourou, con una curiosísima "perla" sobre el día en que recibió el título de "Juana de América"; y también con la crítica de la "biografía novelada" que sobre su persona realizó no hace mucho el periodista Diego Fisher a la que tituló "En busca de las Tres Marías". (Nota de C.A.)

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