21 de agosto de 2010

La belleza nos habla


Los seres humanos necesitamos de la belleza. Estrictamente nos es necesario disfrutar de ciertas cosas a las cuales, y por eso mismo, adjudicamos la cualidad de ser bellas. Sin entrar en las disquisiciones que desde la Estética han elaborado los filósofos de todos los tiempos, tratando de contestar la bimilenaria pregunta que Sócrates le formulara a Hipías: “¿Qué es lo bello?” y que todavía resuena en los oídos de la humanidad, podemos afirmar que procuramos permanentemente re-crearnos con cosas bellas. Por eso adornamos nuestro mundo, sea éste nuestro hábitat, nuestra casa, nuestra ciudad...

Todas las sociedades humanas han dedicado parte de sus esfuerzos a la producción de objetos artísticos -en el sentido de las bellas artes-. Las ciudades suelen estar adornadas por edificios realizados con propósitos funcionales pero a la vez estéticos, plazas, jardines, parques, ramblas, bulevares, monumentos, etc.

Engalanar las ciudades ha sido preocupación de los gobernantes de todas las épocas, y nuestra Montevideo es una muestra de ello. La construcción de su Catedral, de su Plaza Constitución con la fuente de Ferrari (padre), del teatro Solís, y hasta de su Cementerio Central mostraron tempranamente esa tendencia. Pero fue en la primera mitad del siglo XX que el empuje embellecedor tuvo su momento culminante, con planes concretos y lo que actualmente consideraríamos un derroche económico.

En el siglo XXI soplan otros vientos, las prioridades son otras. Ya no es preciso apoyar la creación de nuestra identidad con monumentos majestuosos –como curiosidad, la de Artigas de Zanelli en la Plaza Independencia es la tercera estatua ecuestre de bronce del planeta (Nota 1)- y el embellecimiento de nuestras ciudades mediante obras de arte no funcionales ya está hecho, solo resta mantenerlo (no tengo en cuenta a Punta del Este, ese es otro mundo).

Los pocos edificios públicos de incuestionable belleza arquitectónica que se construyen, como la “Torre de las comunicaciones” del arquitecto Carlos Ott o el nuevo Aeropuerto Internacional de Carrasco del arquitecto Rafael Viñoly son muy cuestionados desde el punto de vista del gasto. ¿Cuánto costaría hoy construir un Palacio Legislativo, con sus increíbles obras de arte y mármoles, o adornar las plazas y parques con cientos de monumentos de mármol o bronce macizo?

Actualmente se homenajea a los personajes ilustres con nombres en plazas, calles y “espacios libres” sin estatuas ni bustos, a lo sumo con estelas o placas. Y esto desestimula el surgimiento de escultores monumentalistas, no aparecen nuevos nombres al lado de Juan Ferrari (hijo), José Belloni, José Luis Zorrilla de San Martín, Edmundo Prati y algunos etcéteras.

El riquísimo acervo de obras de arte de Montevideo (riquísimo en cantidad, calidad y costo) está muy amenazado por el creciente vandalismo, fenómeno social de siempre a través de la historia pero acicateado por la pasta base y su producción de “analfabestias” como dice un amigo. Por fortuna, en los últimos años surgió cierta reacción de las autoridades, con la restauración y mantenimiento de seguridad de La Carreta y el monumento a Rodó, la limpieza del Obelisco y del monumento a José Pedro Varela, la reparación en estos días de La Loba (la “Lupa Capitolina”), y algunos más. Pero falta mucho, confiamos en que esta acción continúe y aumente la inversión para conservar este valioso patrimonio de todos –o de casi todos, no de los que lo destrozan-, imprescindible e imposible de reponer.

Mientras tanto, aprovechémoslo más a fondo. Cada una de estas piezas -edificaciones, monumentos, placas, estelas, nomenclátor- nos dice muchas cosas. Ésa es su misión, aun por encima de la estética. Aprendamos a oírlas, expliquemos sus mensajes, mirémoslas con la atención que solicitan, y que muchas veces no logran del transeúnte preocupado por otras cosas, que pasa a su lado sin escuchar su reclamo y que las mira sin verlas. Los que sí las observan son los turistas. ¡Seamos turistas –y guías de turismo- en nuestras propias ciudades, entonces!



Comenzaremos con una exhaustiva mirada sobre el Parque José Batlle y Ordóñez (muchos lo llamamos todavía Parque de los Aliados) de Montevideo.


Carlos Abraira

Guía de Turismo del proyecto CICAM-UNESCO, N° 182 en el MINTUR.



Nota 1 La mayor estatua ecuestre de bronce del mundo es la del rey Vittorio Emanuele II, realizada por el escultor Enrico Chiaradia, inaugurada en 1911 en el impresionante monumento llamado comúnmente Il Vittoriano, en la plaza Venecia de Roma –cuyo friso “El altar de la patria” fue realizado por Zanelli-. Tiene 12 metros de altura -27 con el basamento- y pesa 50 toneladas (supongo que incluido el basamento). Cuando se fundió el caballo, brindaron en su interior 35 personas. Nuestro Artigas mide 8 metros de altura –19 con el basamento- y pesa 15 toneladas, y cuando se fundió su caballo en 1922, no si por una tradición o por imitar lo del Vittorio Emanuele, lo hicieron 30 personas. Eran concientes de haber fundido la segunda estatua ecuestre en tamaño, en el mundo.

Cuando en Praga, Checoeslovaquia (hoy República Checa) a mediados del siglo XX se inauguró el monumento ecuestre también de bronce del capitán husita Jan Zizca -que tiene una altura de 9 metros y pesa 16,5 toneladas- del escultor Bohumil Kafka, nuestro Artigas pasó de segundo a tercero, y es muy probable que allí se quede, pues no creo que se sigan fundiendo nuevos monumentos ecuestres, ya que los nuevos hombres importantes que serán homenajeados en el futuro, seguramente no serán recordados como jinetes.





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